miércoles, 29 de marzo de 2017

29/03/17

Sentada en la esquina de su habitación, con los pies descalzos y los ojos llorosos, observó la luz de la luna filtrándose tímidamente en la estancia revestida de oscuridad. 
Anhelaba recibir el amor incondicional de una familia, los consejos de una madre y los cuidados de un padre. Llegó a la conclusión de que, si tuviera alguna posibilidad, por ínfima que fuera, escaparía de aquella trágica realidad en la que se había convertido su vida. 

-¡Ya estoy en casa! -El sonido familiar de una voz consumida por el alcohol retumbó en el piso de abajo, disipando la tranquilidad silenciosa del ambiente. 

Armándose de valor, bajó las escaleras para ayudar a un padre que había dejado de serlo en el momento en el que antepuso la bebida a su familia. 

Tumbado en el sofá, rodeado de cristales rotos y esperanzas perdidas, se encontraba el hombre que había jurado una y mil veces protegerla de cualquier peligro, el hombre que la había enseñado a creer en la magia a través de sus cuentos, el hombre que había curado todas sus heridas pero que ahora se las provocaba. 

Cuán irónica es la vida, pensó, la única persona capaz de hacerme olvidar las pesadillas se ha acabado convirtiendo en una de ellas.

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