Lo miraba. Más bien me fascinaba con
las suaves líneas que enmarcaban su rostro pálido, las pecas
dibujadas aleatoriamente en su piel, y su cabello cobrizo esparcido
por la almohada. Su expresión era pacífica, pero sabía que en el
mismo instante en el que sus párpados se abrieran, no quedaría ni
un ápice de esa tranquilidad silenciosa que rodeaba el ambiente.
Éramos dos desconocidos amándose de
manera abstracta. Nos necesitábamos desesperadamente, porque con el
cruce de nuestras miradas y el delicado roce de nuestra piel,
nuestras almas parecían un poco menos rotas, y nuestra felicidad,
menos agrietada.
Sin embargo, lo que más me
maravillaba, era la máscara con sonrisa y ojos brillantes que vestía
ante el resto del mundo, pero que conmigo, se quitaba, dejándome ver
los restos de unas lágrimas que nunca se atrevieron a salir, los
trozos de sueños rotos que no llegaron a cumplirse y la luz apagada
de sus ojos verdes, tan bellos que uno jamás pensaría que habían
sido partícipes de actos tan crueles capaces de volver loca a la
persona más cuerda.