domingo, 20 de agosto de 2017

20/08/17

Una vez conocí a un hombre que me enseñó, de la manera más extraña posible, la definición de libertad.
Era un hombre que jamás había salido de su cuidad natal, pero que, sin embargo, había viajado más que cualquier persona en el mundo.
Era un hombre que no poseía nada más que un viejo y desgastado violín que siempre cargaba consigo. De hecho, por no tener, no tenía ni nombre.
El motivo de esto era bastante simple, había tantos nombres en el mundo que no le parecía razonable tener que elegir uno solo, y adaptarse, por tanto, a los límites que dicho título acarreaba.
Hay muchos Carlos con cara de Pablo y demasiadas Lucías con aspecto de Andreas, decía.
Para evitar estas confusiones innecesarias, lo primero que hacía al conocer a alguien, lo que ocurría con frecuencia, era decirle a esa persona que adivinara su nombre. De esta manera, ambas partes ganaban algo: él, para variar, un nuevo nombre, y el desconocido o desconocida la satisfacción de haber acertado una pregunta tan aleatoria.
Como era de suponer, me hizo exactamente la misma pregunta cuando me conoció, y yo, dudando cada vez más de su cordura, le dije que era un personaje muy peculiar. Desde entonces, y únicamente conmigo, responde al nombre de Personaje Muy Peculiar.
Durante los días que siguieron a este encuentro, le encontré siempre sentado en el mismo sitio donde le había conocido, en el tercer banco de la izquierda de la estación de metro.
En un principio no le di mayor importancia, será algún mendigo que toca su violín para ganarse la vida, pensé.
No podía estar más equivocada.
Cada vez que me veía, bien estuviera hablando con alguien o rasgando las cuerdas de su instrumento al ritmo de los sonidos del tren, se acercaba a saludarme.
Entre conversación y conversación fui capaz de sonsacarle alguna, pero no demasiada, información sobre su pasado: había dejado su trabajo de obrero en una fábrica para irse a vivir allí, a la estación, y cumplir su sueño.
—¿Tu sueño? ¿Tu sueño es vivir en una estación de metro? — Respondí sin dar crédito a lo que oía.
—Mi sueño es vivir cada momento tan intensamente como me sea posible.
—No veo como puedes hacerlo aquí. — Dije con cierto tono despectivo.
—Es bastante simple si sabes escuchar. La vida nos da constantemente las respuestas que necesitamos. El problema es que la mayoría de las personas están sordas.
Al ver mi expresión, que daba a entender mi confusión, continuó:
—Mucha gente desea viajar, conocer mundo, aprender cosas nuevas... Pero no lo hacen, siguen viviendo su vida y se sienten terriblemente desgraciados porque tienen miedo. Y el miedo es el mayor límite con el que uno puede encontrarse.
—¿Miedo a qué?
—Miedo a ser felices, miedo a descubrir que todo en lo que creían hasta entonces era una gran mentira. Por eso, a menudo escucharás los lamentos de personas que no cumplieron sus sueños y culparon por ello al dinero, a la familia, o al trabajo. Cualquier cosa antes de admitir que el verdadero obstáculo estaba en su interior.
—Eso me ha quedado claro. — Respondí. — Lo que no entiendo es qué te aporta el hecho de vivir aquí.
–Aunque no lo creas, viajo mucho. Cada día conozco a personas nuevas, algunas son de aquí y me hablan sobre aquellas cosas que yo ya había visto, pero desde su propia perspectiva. Otros, sin embargo, vienen de otras ciudades y países y traen consigo las esencias de esos lugares. Me enseñan fotografías, me cuentan anécdotas curiosas y me hacen compañía. A cambio, yo les dejo tocar mi violín y les habló sobre todos aquellos lugares en los que he estado, aunque sea de oídas. Pero no te vayas a pensar que soy el único aquí que disfruta. Él — señaló al violín — también viaja tanto o más que yo.
—¿Cómo es eso posible?
—¿Sabes cuál es el mejor medio de transporte? — Preguntó sin esperar respuesta. — El viento. Las notas que toco viajan por todo el mundo, se mezclan con otras melodías y aprenden nuevos sonidos; y después regresan a mí con la brisa de la noche. Así es como aprendí todas las canciones que sé tocar.
—¿Por qué no vendes el violín? — Dije formulando la pregunta que había querido hacerle desde que le conocí. — Así podrías viajar de verdad y escuchar las melodías de las que tanto hablas.
—La música forma parte de mi, nunca podría vender aquello que me permite ser yo mismo. Además, ya te dije que mi sueño es vivir feliz, no importa el donde.
— ¿Por qué es tan importante para ti la música?
—Porque sin música en el mundo habría más razones para volverse loco. La música, como dijo alguien alguna vez, expresa aquello que no puede decirse con palabras pero no puede permanecer en silencio. Es ese lugar en el que todos coincidimos alguna vez.

19/08/17

El tiempo, curioso enigma.
Han pasado horas, quizá dias, desde que estoy vagando por las calles de una ciudad desierta, buscando musas lo bastante dementes como para volver cuerda a una mente descarriada.

El viento está cargado con el peso de miles de palabras frustradas que jamás se atrevieron a salir a la luz porque el miedo al rechazo fue mucho mayor que el deseo de expresarse.

Mis músculos suplican un descanso que les libere de tan vasta agonía, mientras mi mente se debate con ellos para seguir caminando, convencida de que la inspiración se encuentra en algún recóndito lugar que mis ojos han pasado por alto.
La desesperación se convierte en mi mejor aliada y me confiesa aquello que yo ya sabía pero trataba de ignorar : el arte está formado por los fantasmas de los escritores que perdieron su cordura y su voz tratando de convertirse en poesía.

jueves, 17 de agosto de 2017

17/08/17

Y es que me habría gustado conocerte cuando aún creías en el amor,
cuando el dolor más grande que conocías era el de los rasguños que te habías hecho jugando.
Me habría gustado ver tu sonrisa y saber que era verdadera,
y no un escudo — construido decepción tras decepción —
para proteger a un corazón que jamás volvería a ser el mismo.
Me habría gustado quedarme hasta la madrugada escuchando las historias
de un niño cuya felicidad no era aún fingida,
y cuyo miedo al rechazo no existía siquiera en su imaginación.
Me habría gustado curarte las heridas que te hacías al montar en bici,
y no aquellas — aparentemente invisibles—
que te hicieron caer y perder la ilusión.
Me hubiera gustado que me amaras con sinceridad,
como sólo pueden hacer aquellos que no conocen aún el dolor de una pérdida.
Pero, indudablemente, lo que más me habría gustado,
sería no haber recogido los pedazos de sueños rotos
que alguien más te arrebató.

miércoles, 16 de agosto de 2017

16/08/17

Nuestros cuerpos sudorosos, insaciables,
trazaban con su delicado roce los designios
de una libertad que nos había sido negada
en el mismo momento en el que fuimos arrojados —despiadadamente —
a las entrañas de una sociedad que desmoraliza al pobre
por vivir en la calle,
pero no a los bancos por permitirlo.
Una sociedad que enseña a los niños a ser adultos,
pero no a los adultos a ser niños,
a liberarse de sus prejuicios y darse cuenta de que —al contrario de lo que piensan —
el color de piel, la religión o el sexo
no identifican a una persona,
pero sí su intolerancia.