martes, 11 de abril de 2017

Rutina

Era un lunes frío y nublado de enero, inmediatamente después de las vacaciones navideñas, y lo que más deseaba en aquel momento era permanecer entre las sábanas eternamente.
Dormir, dormir y dormir hasta olvidarme de todo, hasta que los problemas desaparecieran como por arte de magia.
Desafortunadamente, era una persona demasiado ocupada como para prestar atención a aquellos anhelos caprichosos que no hacían más que aportarme añoranza por aquello que no podía tener.
Escuchando a la parte racional de mi conciencia, me levanté, no sin cierta desgana, y me asomé a la ventana. Era algo que siempre hacía como parte de una rutina, mirar a los individuos que deambulaban de aquí para allá, ajenos completamente al resto del mundo. Era algo maravilloso, observar sin ser observado, ser el único espectador de aquella obra teatral que es la vida, dramática y humorística al mismo tiempo.
No se la cantidad exacta de tiempo que permanecí allí, sumergida en mis propios pensamientos, pero de lo que sí estaba segura es de que el tiempo no iba a dejar de correr para satisfacerme y dejarme aunque fuera un instante de tranquilidad, así que cerré la cortina para evitar distracciones y comencé a vestirme para ir a trabajar.

Era camarera en una cafetería situada en el centro de la ciudad. No era el trabajo ideal pero me permitía pagar el alquiler y la comida. Lo peor del día a día no era esbozar falsas sonrisas dirigidas a clientes malhumorados o fingir que no me importaba trabajar 10 horas diarias por un sueldo miserable. Lo que más detestaba , sin dudad, era ver como los días iban pasando tan rápido como un abrir y cerrar de ojos y darme cuenta de que estaba dejando pasar la vida como quien ve pasar un tren en la estación.

jueves, 6 de abril de 2017

Melodía del sufrimiento

Era tan solo una niña cuando comenzó a presenciar los horrores de una guerra que no entendía. Nunca le había gustado la escuela, pero el día en el que las autoridades decidieron cerrarla por ser un blanco perfecto para los bombardeos enemigos, se dio cuenta del verdadero valor de las cosas.

En contadas ocasiones tenía suerte y, escarbando un poco entre la basura, conseguía un mendrugo de pan que ya nadie quería, pero que para ella era un manjar. La bebida era algo más difícil de conseguir, pues solo había un pozo en la aldea y el agua negruzca que salía de él no tenía muy buen aspecto. Después de beberla se le revolvía el estómago y tenía que reunir toda su fuerza de voluntad para no vomitar el poco alimento que había ingerido, pues no sabía cuando podría a volver a comer.

No obstante, lo peor de la guerra no eran los días, sino las noches. Los quejidos de dolor de los mutilados de guerra, los suspiros de preocupación de personas que tenían un ser querido en el frente de batalla y los sonoros llantos de aquellos recibían una carta oficial informándoles de que un familiar había muerto durante la guerra; se combinaban entre sí, formando la caótica melodía del sufrimiento.