Era
un lunes frío y nublado de enero, inmediatamente después de las
vacaciones navideñas, y lo que más deseaba en aquel momento era
permanecer entre las sábanas eternamente.
Dormir,
dormir y dormir hasta olvidarme de todo, hasta que los problemas
desaparecieran como por arte de magia.
Desafortunadamente,
era una persona demasiado ocupada como para prestar atención a
aquellos anhelos caprichosos que no hacían más que aportarme
añoranza por aquello que no podía tener.
Escuchando
a la parte racional de mi conciencia, me levanté, no sin cierta
desgana, y me asomé a la ventana. Era algo que siempre hacía como
parte de una rutina, mirar a los individuos que deambulaban de aquí
para allá, ajenos completamente al resto del mundo. Era algo
maravilloso, observar sin ser observado, ser el único espectador de
aquella obra teatral que es la vida, dramática y humorística al
mismo tiempo.
No
se la cantidad exacta de tiempo que permanecí allí, sumergida en
mis propios pensamientos, pero de lo que sí estaba segura es de que
el tiempo no iba a dejar de correr para satisfacerme y dejarme
aunque fuera un instante de tranquilidad, así que cerré la cortina
para evitar distracciones y comencé a vestirme para ir a trabajar.
Era
camarera en una cafetería situada en el centro de la ciudad. No era
el trabajo ideal pero me permitía pagar el alquiler y la comida. Lo
peor del día a día no era esbozar falsas sonrisas dirigidas a
clientes malhumorados o fingir que no me importaba trabajar 10 horas diarias por un sueldo miserable. Lo que más detestaba , sin dudad, era ver como los días iban pasando tan rápido como un abrir y cerrar de ojos y darme cuenta de que estaba dejando pasar la vida como quien ve pasar un tren en la estación.